lunes, 25 de octubre de 2010

Para qué hacer la cama, si por la noche...


Estaba Narcisa curioseando en el cuarto que había pertenecido a su abuela. Ella no la había conocido más que por los relatos de su madre y nunca antes había entrado en la vieja casa, ahora abandonada. Gruesas telarañas guarecían cada recoveco, cada puerta, mesa o mueble... apartó con su brazo, no sin gran aversión, una que colgaba del marco de la puerta de la habitación de su abuela cuando entró. Su querida abuela, según la idea que de ella se pudo figurar.

Encontró un portarretratos sobre el escritorio. Se apresuró a cogerlo, con gran emoción, pues su madre le había contado lo guapa que la abuela había sido. Quería por fin verla con sus propios ojos. Sacudió el polvo con su mano a la vez que soplaba. La foto no era de la abuela, en ella se veía a un joven, aparentemente de su misma edad. Le pareció guapísimo, sin duda. Tenía que haber sido algún novio de la abuela... Como sin quererlo, este pensamiento la llevó a otro y este otro a otro más... la relación creada inmediatamente le indicó que aquél de la foto no era otro que su abuelo. El abuelo gruñón que cada día tenía que aguantar en su propia casa. Era imposible que un chico tan guapo se hubiera transformado en el abuelo, pero el parecido del retrato no dejaba lugar a duda. Con el sobresalto de tal descubrimiento, Narcisa golpeó un viejo estante que reposaba pesadamente sobre el escritorio. Uno de los soportes cedió y el estante quedó formando un triángulo sobre el escritorio, sujeto solo por uno de sus extremos. Algunos libros cayeron al suelo y ella se apresuró a devolverlos a su lugar.
Al levantar un grueso libro lleno de polvo, algo pareció escurrirse entre sus páginas y balancearse de nuevo hasta el suelo. Narcisa se agachó a examinarlo. Era una foto de una chica. Por un momento le pareció una foto de sí misma, una foto que nunca le habían tomado cincuenta años atrás. Era la abuela. Una joven preciosa, digna de todos los elogios en los que su madre se había desecho. Abrió el libro, para devolver la foto a su imperturbable descanso. El libro se abrió por una página que parecía marcada. El marcapáginas consistía en una rosa seca. Una rosa guardada allí a propósito con la foto de la abuela. La tocó, para cogerla mientras se figuraba su perfume cálido, pero la rosa se desintegró en fino polvo a penas su mano la rozó. No quedaba en ella ningún aroma que aspirar. Entre el polvo, parecían leerse frases escritas a mano en un trozo de papel:

"Una rosa, una sonrisa; cálidos recuerdos de un amor.
  Perdurarán el polvo y los huesos; el infinito dolor.
  Efímera la belleza; vida y felicidad pasajeras.
  Perdurarán mis palabras, más no lo haré yo.
  Perdurará tu retrato, recuerdo de lo que eras.
  Una daga en mi pecho, llevo por bandera,
  para que el pesar me recuerde, aquí, en la tierra,
  el tiempo que, contigo, viví en el cielo."

La nota estaba emborronada con sangre. El abuelo, al parecer, en una especie de ritual, mucho tiempo atrás había estampado sus iniciales utilizando por pluma su propio dedo índice. La nota estaba guardada en el diario de la abuela, junto con la foto y la rosa ahora hecha añicos. Narcisa no se atrevía a leer ni una línea de aquel libro, al menos no en aquella ocasión. Lágrimas se le escurrían por las mejillas, cayendo sobre la polvorienta madera del suelo haciendo un sonido hueco que parecía deprimirla más. 
Su abuelo era un bruto, casi malvado a sus ojos, era imposible que fuese el chico de la foto y que fuese el que escribió aquello. La evocación de los fantasmas de amores pasados, parecía romper su corazón juvenil. Una extraña mezcla de sentimientos de melancolía, felicidad, comprensión... no hacían más que aumentar su nerviosismo y su incontenible llanto. Una dionisíaca e inalcanzable visión del paso del tiempo, inevitable, casi terrible se apoderó de su mente. Dejó el diario sobre el escritorio y salió de la vieja casa a paso ligero, sollozando en compañía de la madurez y la comprensión halladas.

 Sin embargo, en todo aquello, se mirase como se mirase, había algo mágico. Algo que nos unía a todos, que nos hacía humanos. Algo como un final, no hacía sino dar valor a los hechos que lo precedían. 
El fin, hace que todo lo demás valga la pena.

La felicidad no existiría si fuera eterna (y con esto no quiero quitarles el cielo a los creyentes), pero es necesario que la felicidad tenga término para que pueda ser comparada con algo distinto y así amarla.

Es duro pensarlo, pero todo lo que hacemos, de una u otro manera, está abocado su última extinción. Y es precisamente por eso por lo que hay que continuar adelante.